martes, 11 de agosto de 2009

La eternidad y un día

(Mia aioniotita kai mia mera, T. Angelopoulos, 1998)

Me topé con este film por casualidad y con la alta expectativa que supone la inclusión de Bruno Ganz como actor principal, y me encontré con una película que me sacudió.
Lo que llama la atención inmediatamente es el uso de la cámara y la construcción de los planos: vemos largas secuencias, con encuadres muy cuidados y armónicos, en los que la cámara se mueve lenta e inquisitivamente. Es como si el personaje de Ganz (un escritor viejo y consagrado, que se prepara para un “viaje”, que en verdad es su internación debido a su estado terminal) bailara una lenta danza con la cámara, en que ambos se miden, se huelen, se buscan y se descubren. La búsqueda interna de Ganz es la misma que la de la cámara, que se acerca de a poco al punto neurálgico de la escena, sin apresurarse, sosteniendo un ritmo donde lo visto está en constante tensión con lo no-visto, que es lo que se encuentra en el espacio no abarcado (por el momento) por la cámara. Por eso se destaca el plano en que Ganz llega con el niño albanés a la frontera, y ambos miran al alambrado, que es revelado posteriormente, en el mismo plano.
La historia narra el encuentro de este viejo escritor con un niño de la calle, de origen albanés, y el viaje (horizontal y vertical) que emprenden juntos en su auto. La película está atravesada por temáticas fuertes como el tráfico de niños, o el problema de la inmigración, sin nunca caer en el lugar común, ni en una espectacularización molesta de lo real.
Por otro lado, el gran acierto del film es, tal vez, la convivencia de dos líneas históricas dentro de un mismo plano secuencia. Por ejemplo, cuando Ganz cuenta la historia del escritor griego que vuelve a su patria y compra palabras, la cámara se desplaza a la derecha de los personajes, dando lugar al escritor decimonónico en persona, al que se verá realizando lo que Ganz narra en off. Este pasaje, creo yo, es de un alto contenido emocional, y refuerza la tesis principal de la película, que es (a mi entender) la idea de atemporalidad del ser. Es decir, que conviven en el ser, todas las vivencias (esa palabra exclusivamente castellana que tanto le gusta a Semprún) acumuladas y mezcladas en un tiempo único e indivisible: el pasado, en el ser, está tan vivo como el presente, y el mañana dura la eternidad y un día.
Finalmente, deseo detenerme en la ya mencionada fábula del escritor que regresa a su patria y que, no estando familiarizado con su lengua natal, le compra palabras a los pescadores de la zona, y así compone su poema épico nacionalista. Creo que es una reflexión muy profunda sobre la construcción de la identidad: un sujeto, destinado a reforzar el sentimiento nacional entre sus pares es, paradójicamente, un outsider, un extranjero, alguien que piensa en otra lengua; y cuyo acercamiento a la lengua materna no es natural ni intuitivo sino creado, desde afuera, y con una visión (estructura) diferente. Es decir, que el lenguaje se asienta como tal, una vez que es traducido o, en otras palabras, traspuesto desde otra lengua. Esa parece ser la idea que subyace en el film: lo otro (lo ajeno) como piedra angular de la identidad: sólo a partir del contacto con un niño extranjero y desamparado, puede este viejo escritor, descubrir quién es; a la vez que asume al mismo niño como parte de su propia identidad. Es decir, así como los tiempos conviven en un tiempo único, las diferentes alteridades, conviven en un mismo sujeto-crisol, complejo y prácticamente inabarcable (como la realidad, o la eternidad).

1 comentario:

  1. Hola Agustín!
    tenes grupo para el tp4?

    bueno, cualquier cosa avisame, si
    abrazo!

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